Descripción técnica:
Las nubes (de Wikipedia):
Una nube es un hidrometeoro que consiste en una masa visible formada por cristales de nieve o gotas de agua microscópicas suspendidas en la atmósfera. Las nubes dispersan toda la luz visible y por eso se ven blancas. Sin embargo, a veces son demasiado gruesas o densas como para que la luz las atraviese, cuando esto ocurre la coloración se torna gris o incluso negra. Considerando que las nubes son gotas de agua sobre polvo atmosférico y dependiendo de algunos factores las gotas pueden convertirse en lluvia, granizo o nieve. Las nubes son un aerosol formado por agua evaporada principalmente de los océanos.
Descripción literaria:
"Las nubes" (selección), Azorín, Castilla (1912):
Las nubes nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad. Las nubes son —como el mar— siempre varias y siempre las mismas. Sentimos mirándolas cómo nuestro ser y todas las cosas corren hacia la nada, en tanto que ellas —tan fugitivas— permanecen eternas. A estas nubes que ahora miramos las miraron hace doscientos, quinientos, mil, tres mil años, otros hombres con las mismas pasiones y las mismas ansias que nosotros. Cuando queremos tener aprisionado el tiempo —en un momento de ventura— vemos que van pasado ya semanas, meses, años. Las nubes, sin embargo, que son siempre distintas en todo momento, todos los días van caminando por el cielo. Hay nubes redondas, henchidas de un blanco brillante, que destacan en las mañanas de primavera sobre los cielos traslúcidos. Las hay como cendales tenues, que se perfilan en un fondo lechoso. Las hay grises sobre una lejanía gris. Las hay de carmín y de oro en los ocasos inacabables, profundamente melancólicos, de las llanuras. Las hay como velloncitos iguales o innumerables que dejan ver por entre algún claro un pedazo de cielo azul. Unas marchan lentas, pausadas; otras pasan rápidamente. Algunas, de color de ceniza, cuando cubren todo el firmamento, dejan caer sobre la tierra una luz opaca, tamizada, gris, que presta su encanto a los paisajes otoñales.
Era joven, bonitilla, esbelta, de una blancura casi inverosímil de puro alabastrina; las mejillas sin color, los negros ojos más notables por lo vivarachos y luminosos que por lo grandes; las cejas increíbles, como indicadas en arco con la punta de finísimo pincel; pequeñuela y roja la boquirrita, de labios un tanto gruesos, orondos, reventando de sangre, cual si contuvieran toda la que en el rostro faltaba; los dientes, menudos, pedacitos de cuajado cristal; castaño el cabello y no muy copioso, brillante como torzales de seda y recogido con gracioso revoltijo en la coronilla. Pero lo más característico en tan singular criatura era que parecía toda ella un puro armiño y el espíritu de la pulcritud, pues ni aun rebajándose a las más groseras faenas domésticas se manchaba. Sus manos, de una forma perfecta —¡qué manos!—, tenían misteriosa virtud, como su cuerpo y ropa, para poder decir a las capas inferiores del mundo físico: la vostra miseria non mi tange. Llevaba en toda su persona la impresión de un aseo intrínseco, elemental, superior y anterior a cualquier contacto de cosa desaseada o impura. De trapillo, zorro en mano, el polvo y la basura la respetaban; y cuando se acicalaba y se ponía su bata morada con rosetones blancos, el moño arribita, traspasado con horquillas de dorada cabeza, resultaba una fiel imagen de dama japonesa de alto copete. Pero ¿qué más, si toda ella parecía de papel, de ese papel plástico, caliente y vivo en que aquellos inspirados orientales representan lo divino y lo humano, lo cómico tirando a grave, y lo grave que hace reír? De papel nítido era su rostro blanco mate, de papel su vestido, de papel sus finísimas, torneadas, incomparables manos.
- Tristana (1892, selección), Benito Pérez Galdós
Felipe II fue un débil con poder, un hipocondriaco inexpresivo y taciturno, distante y frío, terriblemente indeciso y muy tímido, aunque estuviera investido de todo el poder del mundo. No deja de ser curioso que este hombrecillo, siniestro por muchas vueltas que se le dé, y llamado con evidente desacierto “el rey prudente” por historiadores aduladores, haya tenido siempre sus partidarios, que lo ha identificado con la íntima esencia de España. […] Era un burócrata, un hombre gris (aunque prefería el negro, color que desde entonces fue imitado por la corte).
- Historia de España contada para escépticos (1995, selección), Juan Eslava Galán
El tío Lucas era más feo que Picio. Lo había sido toda su vida, y ya tenía cerca de cuarenta años. Sin embargo, pocos hombres tan simpáticos y agradables habrá echado Dios al mundo. Prendado de su viveza, de su ingenio y de su gracia, el difunto obispo se lo pidió a sus padres, que eran pastores, no de almas, sino de verdaderas ovejas. […]
Lucas era en aquel entonces, y seguía siendo en la fecha a que nos referimos, de pequeña estatura (a lo menos con relación a su mujer), un poco cargado de espaldas, muy moreno, barbilampiño, narigón, orejudo y picado de viruelas. En cambio, su boca era regular y su dentadura inmejorable. Dijérase que sólo la corteza de aquel hombre era tosca y fea; que tan pronto como empezaba a penetrarse dentro de él aparecían sus perfecciones, y que estas perfecciones principiaban en los dientes. Luego venía la voz, vibrante, elástica, atractiva; varonil y grave algunas veces, dulce y melosa cuando pedía algo, y siempre difícil de resistir. Llegaba después lo que aquella voz decía: todo oportuno, discreto, ingenioso, persuasivo… Y, por último, en el alma del tío Lucas había valor, lealtad, honradez, sentido común, deseo de saber y conocimientos instintivos o empíricos de muchas cosas, profundo desdén a los necios, cualquiera que fuese su categoría social, y cierto espíritu de ironía, de burla y de sarcasmo, que le hacían pasar, a los ojos del Académico, por un D. Francisco de Quevedo en bruto. Tal era por dentro y por fuera el tío Lucas.
- El sombrero de tres picos (1874, selección), Pedro Antonio de Alarcón
Este que ves aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos, de nariz corva aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que ha veinte años fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes no crecidos, porque no tiene sino seis, y estos mal acondicionados y peor puestos, sin correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos; ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de Galatea y de don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César, Caporal Perusino, y otras que andan por ahí descarriadas y quizá sin el nombre de su dueño, llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia de las adversidades, perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos V.
- "Prólogo a lector", Novelas ejemplares (1613, selección), Miguel de Cervantes
Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un peje espada muy barbado;
era un reloj de sol mal encarado,
érase una alquitara pensativa,
érase un elefante boca arriba,
era Ovidio Nasón más narizado.
Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce tribus de narices era;
érase un naricísimo infinito,
muchísimo nariz, nariz tan fiera
que en la cara de Anás fuera delito.
- "A un nariz" (1647), Francisco de Quevedo
¡Ancha es Castilla! y ¡qué hermosa la tristeza reposada de ese mar petrificado y lleno de cielo! Es un paisaje uniforme y monótono en sus contrastes de luz y sombra, en sus tintas disociadas y pobres en matices.
Las tierras se presentan como en inmensa plancha de mosaico de pobrísima variedad, sobre el que se extiende el azul intensísimo del cielo. Faltan suaves transiciones, ni hay otra continuidad armónica que la de la llanura inmensa y el azul compacto que la cubre e ilumina.
No despierta este paisaje sentimientos voluptuosos de alegría de vivir, ni sugiere sensaciones de comodidad y holgura concupiscibles: no es un campo verde y graso en que den ganas de revolcarse, ni hay repliegues de tierra que llamen como un nido.
No evoca su contemplación al animal que duerme en nosotros todos, y que medio despierto de su modorra se regodea en el dejo de satisfacciones de apetitos amasados con su carne desde los albores de su vida, a la presencia de frondosos campos de vegetación opulenta. No es una naturaleza que recree al espíritu.
[…] No hay aquí comunión con la naturaleza, ni nos absorbe ésta en sus espléndidas exuberancias; es, si cabe decirlo, más que panteístico, un paisaje monoteístico este campo infinito en que, sin perderse, se achica el hombre, y en el que se siente, en medio de la sequía de los campos, sequedades del alma […]
- En torno al casticismo (1895, selecciones), Miguel de Unamuno
Adaptada de:
Manuela Aparicio Sanz, Lenguaje y otras luces, CC BY-NC-SA 4.0.
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